Yo no moriría nunca por mis creencias porque puedo estar equivocado

- Bertrand Russell

viernes, 11 de marzo de 2011

La Religión en los tiempos de Pablo VI

Era un pueblecito pequeño en un país pequeño de la cintura del continente. Ahí, entre las montañas, en un ambiente cultural con historias tremendas que no llegaron jamás a las plumas novelistas, entre el contraste de la cal y las maderas de oscura sombra, en la brisa alegre y sol benigno, me pasó la infancia ante los ojos. Ahí, en un siglo ya viejo, se podía oler aún el anterior. Cocinas de leña, braza y tile, pero bulliciosos radios y televisores; gallinas en los patios, pero enciclopedias en las salas; producción cafetalera a tiro de músculo y buey, pero diversión motorizada de los privilegiados; campesinos de sombrero, caballo y tecomate, pero juventud de rock pesado y aspiraciones hippies.
  
Son muchas las oportunidades de análisis que aquel interesante conglomerado de personas ofrecía, pero me interesa sólo una de ellas en esta ocasión para desarrollar mi caso: su religión descafeinada.

Todo mundo en el pueblo decía ser católico, lo que en verdad no sorprende, pues para marcar esa casilla en un formulario, sólo bastaba con ser bautizado. Ni siquiera era necesario cumplir con el resto de mandatos de la iglesia. Las efemérides católicas como Semana Santa, las fiestas patronales y otras, eran en realidad manifestaciones culturales que se celebraban por tradición y no necesariamente por convicción.

Una aburrida campana llamaba a misa tres veces al día, más por costumbre que por esperanza. Pero, por una razón que me resultaba obvia, la mayoría de la gente evitaba la misa sin admitirlo y hasta llegaron a hacer circular la frase “ese está en todo menos en misa”, que describe aquello a cabalidad. Nunca se pusieron ni por cerca a pensar en los dogmas y asuntos filosófico-teológicos de la iglesia misma. Era como si pensaran que aquel era el trabajo del cura, que ya alguien para eso le pagaba, para que así la gente pudiera seguir con su cotidianidad de granos básicos, animales de granja, chismes y chistes de curas.

Sobre mi realidad de niño enrolado en la escuela católica pesaba la obligación de asistir los domingos a la misa de las ocho, so pena de dos horas de “plantón” bajo el sol del mediodía durante todos los días de la siguiente semana. Lo increíble no era que algunos niños prefirieran el castigo, sino que otros nos la habíamos arreglado para soportar la hora del tedio y aburrimiento más espeso imaginable.

      Con camisa planchada, corbata, y mareado por ese humito de iglesia que no era incienso, mi imaginación de infante se liberaba de los “hubisteis” y “debierais” de aquella profunda y aletargada voz española. Más de alguna vez fue la palabra “epístola” mi boleto a la fantasía de vaqueros o detectives. 

       -  De qué se trató la misa?   - preguntaba mi abuelo.      
       -  Algo como de pistolas    -  respondía escabulléndome a velocidad cercana a la de la luz.

Por alguna misteriosa razón psicológica, antropológica o cultural que aún no desenredo, había una tajada demográfica de aquel pueblo que asistía a las misas por propia motivación: mujeres maduras, predominantemente solteronas. No digo con esto que todas las viejitas del pueblo fueren cucarachas de iglesia ni que todas las cucarachas de iglesia tuviesen sus buenas primaveras encima, pero esa era la tendencia objetivamente observable.

Orar era un verbo inexistente. De lo que se hablaba era de rezar, y todos habíamos aprendido cada palabra del “Padre Nuestro” y el “Ave María”, y así los repetíamos de memoria mientras nos tratábamos de despegar la hostia del paladar. Eran rezos que se decían como mantras y nunca nadie reparaba en lo que estaban articulando. Nadie se preguntaba qué significaba la palabra “ave”, por ejemplo. Antes de curiosear el latín creo haber asociado el vocablo con las alas y plumas que más de algún acompañante de la “madonna” ostentaba en la iconografía.

Aparte de la misa y situaciones angustiosas no necesitabas rezar. Todo mundo tenía una abuela o madre que lo hacía en su lugar. Rezar y echar bendiciones picoteando el pecho de sus hijos y nietos con las manos era parte de las numerosas funciones de las abnegadas mujeres mayores. Los jóvenes cedían de buen agrado esa tarea. La reputación de los hombres, permanentemente en vilo y necesidad de reafirmación, también dependía de ser receptor y no emisor de bendiciones.

Para los niños se llegaba siempre el momento de la primera comunión. Pero para ganarse aquel día de estreno, regalos, fotos y atenciones, debían pasar por las terribles clases de catecismo. Tan terribles, que ni siquiera el cura se involucraba mucho. El trabajo era cedido a una de las viejecitas devotas, quien nos hablaba con regla en mano sobre Adán y Eva, el infierno y sus llamas, el purgatorio y sobre gemir y llorar en valles de lágrimas.  Ahora pienso que de no ser por la cultura picaresca y chusca predominante, mi salud mental se habría visto comprometida. Resulta que nunca faltaba el par de niños atrevidos que constantemente murmuraban los abundantes chistes sobre adanes, evas, diablos, infiernos, san pedros y purgas. De modo que entre chistes, carcajadas, reglazos y bilis de la “niña” Isolina, el asunto se volvía más soportable.
 
En el consciente colectivo sí existía, sin embargo, el concepto de pecado, pero no todo calificaba para tanto. Mentir y robar no eran más que travesuras, la blasfemia era tan inexistente que hasta contábamos chistes de Cristo, y calumniar era más bien el pasatiempo predilecto de aquel pueblo chico. No, al parecer lo único que calificaba para pecado era … eso … sí, esa llamativa palabra de cuatro letras: s-e-x-o.

Las viejecitas de iglesia parecían ser, no sólo las más interesadas en aquel monocromático concepto de pecado, sino parecían también ser las únicas personas auténticamente interesadas en religión. Su erudición al respecto les hacía conocer de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Eran las únicas capaces de rezar rosarios.

¿Y por qué traigo a cuenta todo esto?

Porque creo percibir que desde los años setenta hacia acá ha existido un movimiento hacia el fundamentalismo religioso en el mundo entero, no sólo en las sociedades islámicas (de las cuales hablaré más adelante). Ahora ya se escucha jóvenes y hasta niños hablando en un lenguaje que antes era exclusivo de viejecitas de iglesia. ¿Me molesta esto “per se”? Por supuesto que no. Si dicho fenómeno estuviera acompañado por un movimiento hacia sociedades más justas, éticas, seguras e iluminadas, yo sería el primero en aplaudir. Pero ¿está eso sucediendo? Yo diría que no, todo lo contrario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario